Mi madre se angustia serenamente. Dice que si yo no estuviera enfermo podría salir y colocar en el corredor, sobre el butaquito de cuero de venado, la imagen de Santo Domingo Sabio. Así quedaríamos a salvo de inundaciones y otros males del agua.
Ayer el río mató a una niña. Le clavó sus colmillos de lodo en el cuello, se metió entre sus piernas hasta salirle por las orejas y la puso a flotar en parihuela de nieve negra.
Ell ruido de la creciente despide un hedor extraño que se adhiere a las cosas. Un olor con dientes que vence las alfarjías, se acomoda en páginas impares, se sienta frente a mí con las piernas cruzadas, mira su corazón en el espejo.
Debajo de la almohada guardo una pelota de beisbol y una aguja capotera.
Cuando los temblores arrecian, me froto la pelota vigorosamente para que recoja ese maldito sudor que corre por mi cuerpo como río crecido.
La aguja me la clavo en la lengua hasta perder el conocimiento.
Francisco Hernández. Poesía Reunida, UNAM 1996.
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