Antes del mar, tu rostro era la forma de tus manos, el hueco que encontrabas en la almohada, óvalo en desamparo tras la luna.
Viste correr, a través de mosquiteros y cortinas, a una mujer con la nariz quebrada y el vientre sin caricias.
Ya desde entonces dormir era la tierra prometida, el lejano rincón de los encantamientos, la pequeña metáfora olvidada.
¿Recuerdas los maitines de la iglesia en llamas?
¿Y la voz que en la otra habitación temblaba en nombre de Jack London?
Olvidar es nacer. Y tú ibas al fondo de la casa con la misma actitud de las inundaciones.
El todo amenazaba sepultarte. El lodo, el hediondo lodo.
Tal vez por eso te escondías en la tortuosa caracola, quizá por eso caminabas alrededor de la cama hasta que el viento del amanecer te recordaba.
Del arroyo salían gnomos impronunciables hechos a semejanza de tus máscaras.
Con párpados de cerdo te cubría la creciente.
Los libros flotaban a la deriva junto a los muebles, los retratos y el miedo.
Francisco Hernández. Poesía reunida, UNAM 1996.
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