Cierro los ojos. Me arrastra el sopor hacia los territorios de la fiebre y, mecánicamente, limpio mis dedos pegajosos del semen en la trama del mosquitero.
Oigo a lo lejos el mundo de mi madre, su andar entre las brasas, su diálogo con el rencor que le acompaña: hablan de mi padre, de la mujer que tiene, de su risa,
que suena como tromba de flores pisoteadas.
Con el silencio fijo y el vacío pienso en los tigres de Mompracem, en las redondeces de Paura, en el jonrón con tres hombres en base.
Afuera está la herida, pero no quiero salir a su encuentro: debo continuar enfermo siempre, sin tener que bajar a la tierra, sin enfrentarme a nada ni a nadie, ni siquiera a las piernas de paura, ni a un campo de beisbol, ni a la luna llena del espejo.
Voy, apunto en el cuaderno de la bitácora, empieza el fasto de los grandes viajes.
Y el ave Roc emerge a los pies de mi lecho.
Francisco Hernández, Poesía Reunida.
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