-Mi vocación- dijo la voz que flotaba en el cuarto como globo sin hilo- es acariciar a quienes desconocen la luz.
Por eso mis sentidos abren sus puertas cuando desova el ansia y nada significa que el feto adquiera forma de almendra mordida por murciélagos.
Prefiero, para llevar a cabo mis exploraciones, vientres de campesinas, ya que los encuentro similares a porrones de barro; no desprecio barrigas de mangosta o cebra y confieso mi debilidad por tocar a doncellas que achacan la desmesura de su panza a sextiles de luna.
Sobar la curva de una loca preñada supone darle color al pensamiento. Acercar la nariz a embarazo de albina trae consigo el furor de la concupiscencia, amén de ciertos dones adivinatorios.
Y si entonas un lied segundos antes del instante del parto, con los labios pegados al abdomen de la hembra, tus noches no sabrán a abandono y amarás a una mujer pura como el veneno de la migala.
Cuando la voz se hubo extinguido me incorporé sobresaltado y pensé en los avisos múltiples del sueño.
En la habitación contigua la redonda respiración de mis padres se escuchaba.
La soledad del alba parecía un templo destruido por un terremoto.
Francisco Hernández, Poesía Reunida, UNAM 1996.
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