enero 15, 2010

Señales que precederán al fin del mundo

Estoy muerta, se dijo Makina cuando toas las cosas respingaron: un hombre cruzaba la calle a bastón, de súbito un quejido seco atravesó el asfalto, el hombre se quedó como a la espera de que le repitieran la pregunta y el suelo se abrió bajo sus pies: se tragó al hombre, y con él un auto y un perro, todo el oxígeno a su alrededor y hasta los gritos de los transeúntes. Estoy muerta, se dijo Makina y apenas lo había dicho, su cuerpo entero comenzó a resistir la sentencia y batió los pies desesperadamente hacia atrás, cada paso a un pie del deslave, hasta que el precipicio se definió en un círculo de perfección y Makina quedó a salvo.

Pinche ciudad ladina, se dijo, Siempre a punto de reinstalarse en el sótano.

Era la primera vez que le tocaba la locura telúrica. La Ciudadcita estaba cosida a tiros y túnenles horadados por cinco siglos de voracidad platera y a veces algún infeliz descubría por las malas lo a lo pendejo que habían sido cubiertos. Algunas casas ya se habían mandado a mudar al inframundo, y una cancha de fut, y media escuela vacía. Esas cosas siempre les suceden a los demás hasta que le suceden a uno, se dijo. Echó una ojeada al precipicio, empatizó con el infeliz camino de la chingada, Buen camino, dijo sin ironía, y luego musitó: Mejor me apuro a cumplir este encargo.

Su madre, la Cora la había llamado y le había dicho Vaya, lleve este papel a su hermano, no me gusta mandarla muchacha, pero a quién se lo voy a confiar ¿a un hombre? Luego la abrazó y la tuvo ahí en su regazo, sin dramatismo ni lágrimas, nomás porque eso es lo que hacía la Cora: aunque uno estuviera a dos pasos de ella era siempre como estar en su regazo, entre sus tetas morenas, a la sombra de su cuello ancho y gordo, bastaba que a uno le dirigiera la palabra para sentirse guarecido. Y le había dico Vaya a la Ciudadcita, acérquese a los duros, ofrézcales servirles, yái que le echen la mano con el viaje.

No tenía ninguna razón para ir primero donde el señor Dobleú, pero un apuro de agua la condujo al vapor donde aquél se mantenía. Sentía la tierra hasta debajo de las uñas como si ella se hubiera ido por el hoyo.

El cobrador era un muchacho sanguíneo y orgulloso con quien Makina la había desgranado en una ocasión. Había sucedido de la manera torpe en que esas cosas suelen suceder; pero como los hombres, todos, están convencidos de que son buenísimos para ese brincoteo, y como había sido claro que con ella había brincado chueco, desde entonces el muchacho le bajaba los ojos cada que se la encontraba. Makina caminó despacito frente a él y él se asomó de su caseta de cobranza como para decirle No, no se puede, o más bien Usté no, usté no puede; con un ímpetu que le duró tres segundos porque ella no se detuvo y él no atinó a decirle ninguna de esas cosas y solo pudo levantar los ojos con autoridad cuando ella ya lo había pasado y se dirigía al turco.

El señor Dobleú era un espectáculo feliz de redondeces pálidas surcadas por venitas azules; el señor Dobleú se mantenía en la sala de calor húmedo. Las páginas del diario de la mañana estaban pegadas al azulejo y el señor Dobleú las iba pelando una por una conforme avanzaba en la lectura. Reparo en Makina sin sorpresa. Qué le hubo, dijo ¿Una chelita? Juega, dijo Makina. El señor Dobleú sacó una cerveza de una cubeta con yelos a sus pies, la destapó con la mano y se la pasó. Se empinaron la botella, ambos, hasta el fondo como si fuera un concurso. Luego disfrutaron en silencio la escaramuza entre el agua de fuera y la de adentro.

Señales que precederán al fin del mundo

Yuri Herrera, Periférica, 2009

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