Estoy muerta, se dijo Makina cuando toas las cosas respingaron: un hombre cruzaba la calle a bastón, de súbito un quejido seco atravesó el asfalto, el hombre se quedó como a la espera de que le repitieran la pregunta y el suelo se abrió bajo sus pies: se tragó al hombre, y con él un auto y un perro, todo el oxígeno a su alrededor y hasta los gritos de los transeúntes. Estoy muerta, se dijo Makina y apenas lo había dicho, su cuerpo entero comenzó a resistir la sentencia y batió los pies desesperadamente hacia atrás, cada paso a un pie del deslave, hasta que el precipicio se definió en un círculo de perfección y Makina quedó a salvo.
Pinche ciudad ladina, se dijo, Siempre a punto de reinstalarse en el sótano.
Era la primera vez que le tocaba la locura telúrica.
Su madre,
No tenía ninguna razón para ir primero donde el señor Dobleú, pero un apuro de agua la condujo al vapor donde aquél se mantenía. Sentía la tierra hasta debajo de las uñas como si ella se hubiera ido por el hoyo.
El cobrador era un muchacho sanguíneo y orgulloso con quien Makina la había desgranado en una ocasión. Había sucedido de la manera torpe en que esas cosas suelen suceder; pero como los hombres, todos, están convencidos de que son buenísimos para ese brincoteo, y como había sido claro que con ella había brincado chueco, desde entonces el muchacho le bajaba los ojos cada que se la encontraba. Makina caminó despacito frente a él y él se asomó de su caseta de cobranza como para decirle No, no se puede, o más bien Usté no, usté no puede; con un ímpetu que le duró tres segundos porque ella no se detuvo y él no atinó a decirle ninguna de esas cosas y solo pudo levantar los ojos con autoridad cuando ella ya lo había pasado y se dirigía al turco.
El señor Dobleú era un espectáculo feliz de redondeces pálidas surcadas por venitas azules; el señor Dobleú se mantenía en la sala de calor húmedo. Las páginas del diario de la mañana estaban pegadas al azulejo y el señor Dobleú las iba pelando una por una conforme avanzaba en la lectura. Reparo en Makina sin sorpresa. Qué le hubo, dijo ¿Una chelita? Juega, dijo Makina. El señor Dobleú sacó una cerveza de una cubeta con yelos a sus pies, la destapó con la mano y se la pasó. Se empinaron la botella, ambos, hasta el fondo como si fuera un concurso. Luego disfrutaron en silencio la escaramuza entre el agua de fuera y la de adentro.
Señales que precederán al fin del mundo
Yuri Herrera, Periférica, 2009
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