Ahora con Maria Inés ocurría algo semejante y José Ignacio trataba de unir los dos espacios. Ella era ya una figura concreta para su padre, que no solo la aceptaba, sino que gusto en seguida de su esencia. Pero era María Inés y no era Maria Inés. Difícil de explicar. Quizás el culpable fuese el mismo José Ignacio. No quería, porque no necesitaba, compartir con nadie su soledad de dos. Despertaban de pronto en la cama del departamento. Sus dos cuerpos desnudos. Jose Ignacio abrazado a ella por la espalda, con su sexo empezando a entrar entre las nalgas de ella. Hacían de nuevo el amor y dejaban el departamento casi de madrugada. Sin embargo, en la puerta de la casa de Maria Inés, después de recorrer el largo trayecto por calles silenciosas y vacías, empezaban a besarse de nuevo y regresaban al departamento. Y cuando José Ignacio llegaba a su casa al fin había amanecido ya.
Juan García Ponce. Crónica de la intervención. México: CONACULTA. 1992. p 39
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