marzo 17, 2012

Guerrero es un niño de diez años.

El niño levantó la vista. Un helicóptero agitaba las copas de los árboles, producía un ruido de troncos secos cayéndose, de troncos de árboles viejos acumulándose sobre la tierra. El niño estaba con los pies descalzos. Tenía diez años. A esa edad había visto ya muchos helicópteros sobrevolando el ejido. Sabía que despegaban de Atoyac pero que después tomaban esta ruta, hacia las lagunas o hacia el mar. A veces se alejaban hacia el interior y no los escuchaba ya; los distinguía entre las nubes, perdiéndose, empequeñeciéndose. Pero ahora el helicóptero se dirigía a las lagunas. Un saco blanco venía colgado bajo el aparato, que se movía suavemente. El niño estaba cuidando las dos gallinas que aún conservaba su familia. Para retirar los huevos del día llevaba una pequeña bolsa de plástico.
Se trepó sobre la barda de troncos y miró el horizonte. Quería ver la gota de metal que atravesaba las nubes, que se desplazaba ruidosamente por la tarde. Sentía curiosidad, no temor. Quería cerciorarse. Pero sólo veía pasar el juguete por el cielo, haciendo un ruido sordo, agradable incluso, sin humo, que le atraía. Estaba atento a que el helicóptero soltara el bulto, porque era la señal. Y el niño quiso por un instante llamar a sus hermanos, pero era inútil. Se alejaba, cada vez era más difícil distinguir la figura de ese objeto en el cielo. No podría ver nada. No podría recordar nada. Las gallinas cacareaban estruendosamente. Parecían llamarlo, instarlo, apresurarlo. El helicóptero se alejó aún más y cesó de escucharlo. Pero sintió el silencio. Y sintió que a esa distancia nadie podía morir, a nadie podía sucederle nada, que todo estaba seguro. Se bajó de la barda a hurgar en los tibios nidos de las gallinas. Tomó los huevos aún calientes; el gallinero olía muy penetrante, ácido. Al terminar de recogerlos se volvió a mirar el cielo. Un leve rumor empezaba a llegar hasta él, desde el rumbo de las lagunas. El helicóptero regresaba, iba aumentando su figura y su ruido, un ruido sordo, acompasado, como el de muchas palomas juntas. Se quedó hipnotizado, quieto. El helicóptero sobrevoló el ejido y las gallinas volvieron a agitarse. El niño sintió que lo veían desde el helicóptero, suspendido sobre las palmeras de copra. Brillaban las ventanas del helicóptero y veía a los tripulantes, o creía verlos. Se suspendía un momento más, agitando las ramas de las palmeras y los árboles. Su ruido era muy intenso y las gallinas seguían asustadas. De pronto se dio cuenta el niño de que varios perros estaban ladrando. Siguió mirando el helicóptero y empezó a sentir que algo le estaba sucediendo a él, que algo no comprendía. No podía moverse, no podía mover sus manos, sus piernas. Quiso mover la cabeza, pero la tenía fija, de cara al cielo, bañado por el ruido pero también por un sonido extraño, por una especie de silencio que se superponía al estruendo de los motores. Sintió dolor en los oídos, sintió miedo, sintió que no lograba mirarlo bien, que algo le impedía mirar con claridad. Pensó que algo estaba buscando ahí el gobierno. El miedo lo cubría debajo de ese ruido ensordecedor. El miedo por él, por todos. El helicóptero comenzó a elevarse otra vez, como un animal vivo, un toro que se vuelve al lado para embestir, y conforme se alejaba, conforme volvía el niño a escuchar el ruido de la tierra, a sentir la tierra, el olor de la hierba, el sol de la mañana, tuvo un inmenso deseo de sentir el sol en su cuerpo, de sentarse. Puso con cuidado los huevos a su lado y quedó sentado en la tierra, sin entender por qué sus pequeños puños temblaban. Seguía llorando.


[ –¡Pues quiero que me entiendan lo que estoy diciendo, señores! –volvió a decir el capitán–. Porque estas playas están muy bonitas y nosotros queremos que sigan aquí, sin que nadie los moleste. Así que todo lo que arroje el mar, toda la basura que siga aventando, ustedes la van a quemar o la van a enterrar. Y nada más. La queman o la entierran como basura y se olvidan de todo esto, de los cuentos que la gente anda inventando. No tienen para qué hablar de esas cosas con nadie, porque eso no les importa. No tiene caso, pues. Y ustedes sigan trabajando y mantengan estas fondas para que la gente venga a divertirse. Pero no queremos que ninguno de ustedes ande diciendo al que aquí se presente lo que el mar arroja. Al fin que son mentiras. Y yo creo que a nadie le gustaría comprobar si podemos arrojar en alta mar a traidores o a lenguasueltas, ¿no? ¿Verdad que no? Así que vamos a consumirles aquí unas cervezas con pescados fritos, para que vean que somos sus amigos. Para que piensen lo que les conviene hacer –agregó haciendo señas a un grupo de soldados para que se acercaran a los pescadores–. Y los que tengan cosas de esas que aventó el mar, que hayan guardado o escondido, o que no hayan tirado, muéstrenselas aquí a los señores soldados para que las vean y comiencen a quemarlas –dijo encaminándose hacia las palapas.]

Carlos Montemayor, Guerra en el Paraíso, 1991, Planeta.

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