El
niño levantó la vista. Un helicóptero agitaba las copas de los árboles,
producía un ruido de troncos secos cayéndose, de troncos de árboles
viejos acumulándose sobre la tierra. El niño
estaba con los pies descalzos. Tenía diez años. A esa edad había visto
ya muchos helicópteros sobrevolando el ejido. Sabía que despegaban de
Atoyac pero que después tomaban esta ruta, hacia las lagunas o hacia el
mar. A veces se alejaban hacia el interior
y no los escuchaba ya; los distinguía entre las nubes, perdiéndose,
empequeñeciéndose. Pero ahora el helicóptero se dirigía a las lagunas.
Un saco blanco venía colgado bajo el aparato, que se movía suavemente.
El niño estaba cuidando las dos gallinas que aún
conservaba su familia. Para retirar los huevos del día llevaba una
pequeña bolsa de plástico.
Se
trepó sobre la barda de troncos y miró el horizonte. Quería ver la gota
de metal que atravesaba las nubes, que se desplazaba ruidosamente por
la tarde. Sentía curiosidad, no temor. Quería
cerciorarse. Pero sólo veía pasar el juguete por el cielo, haciendo un
ruido sordo, agradable incluso, sin humo, que le atraía. Estaba atento a
que el helicóptero soltara el bulto, porque era la señal. Y el niño
quiso por un instante llamar a sus hermanos,
pero era inútil. Se alejaba, cada vez era más difícil distinguir la
figura de ese objeto en el cielo. No podría ver nada. No podría recordar
nada. Las gallinas cacareaban estruendosamente. Parecían llamarlo,
instarlo, apresurarlo. El helicóptero se alejó aún
más y cesó de escucharlo. Pero sintió el silencio. Y sintió que a esa
distancia nadie podía morir, a nadie podía sucederle nada, que todo
estaba seguro. Se bajó de la barda a hurgar en los tibios nidos de las
gallinas. Tomó los huevos aún calientes; el gallinero
olía muy penetrante, ácido. Al terminar de recogerlos se volvió a mirar
el cielo. Un leve rumor empezaba a llegar hasta él, desde el rumbo de
las lagunas. El helicóptero regresaba, iba aumentando su figura y su
ruido, un ruido sordo, acompasado, como el de
muchas palomas juntas. Se quedó hipnotizado, quieto. El helicóptero
sobrevoló el ejido y las gallinas volvieron a agitarse. El niño sintió
que lo veían desde el helicóptero, suspendido sobre las palmeras de
copra. Brillaban las ventanas del helicóptero y veía
a los tripulantes, o creía verlos. Se suspendía un momento más,
agitando las ramas de las palmeras y los árboles. Su ruido era muy
intenso y las gallinas seguían asustadas. De pronto se dio cuenta el
niño de que varios perros estaban ladrando. Siguió mirando
el helicóptero y empezó a sentir que algo le estaba sucediendo a él,
que algo no comprendía. No podía moverse, no podía mover sus manos, sus
piernas. Quiso mover la cabeza, pero la tenía fija, de cara al cielo,
bañado por el ruido pero también por un sonido
extraño, por una especie de silencio que se superponía al estruendo de
los motores. Sintió dolor en los oídos, sintió miedo, sintió que no
lograba mirarlo bien, que algo le impedía mirar con claridad. Pensó que
algo estaba buscando ahí el gobierno. El miedo
lo cubría debajo de ese ruido ensordecedor. El miedo por él, por todos.
El helicóptero comenzó a elevarse otra vez, como un animal vivo, un
toro que se vuelve al lado para embestir, y conforme se alejaba,
conforme volvía el niño a escuchar el ruido de la tierra,
a sentir la tierra, el olor de la hierba, el sol de la mañana, tuvo un
inmenso deseo de sentir el sol en su cuerpo, de sentarse. Puso con
cuidado los huevos a su lado y quedó sentado en la tierra, sin entender
por qué sus pequeños puños temblaban. Seguía llorando.
[
–¡Pues quiero que me entiendan lo que estoy diciendo, señores! –volvió a
decir el capitán–. Porque estas playas están muy bonitas y nosotros
queremos que sigan aquí, sin que nadie los
moleste. Así que todo lo que arroje el mar, toda la basura que siga
aventando, ustedes la van a quemar o la van a enterrar. Y nada más. La
queman o la entierran como basura y se olvidan de todo esto, de los
cuentos que la gente anda inventando. No tienen para
qué hablar de esas cosas con nadie, porque eso no les importa. No tiene
caso, pues. Y ustedes sigan trabajando y mantengan estas fondas para
que la gente venga a divertirse. Pero no queremos que ninguno de ustedes
ande diciendo al que aquí se presente lo que
el mar arroja. Al fin que son mentiras. Y yo creo que a nadie le
gustaría comprobar si podemos arrojar en alta mar a traidores o a
lenguasueltas, ¿no? ¿Verdad que no? Así que vamos a consumirles aquí
unas cervezas con pescados fritos, para que vean que somos
sus amigos. Para que piensen lo que les conviene hacer –agregó haciendo
señas a un grupo de soldados para que se acercaran a los pescadores–. Y
los que tengan cosas de esas que aventó el mar, que hayan guardado o
escondido, o que no hayan tirado, muéstrenselas
aquí a los señores soldados para que las vean y comiencen a quemarlas
–dijo encaminándose hacia las palapas.]
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